Tengo miedo, aunque estoy con ganas. Y si pudiera volar, lo haría. Pero odio los aviones y yo no tengo alas. Confieso que, ahora y por primera vez, me gustaría tocar el cielo. Sólo una vez, el tiempo que fuera.
Llevo demasiado concienciándome de que los pies van sobre el suelo, pisándolo firmemente. Sin elevarse ni tropezar. No me he dejado volar, no he sido libre. Me creía poseedora de toda libertad y en realidad no dejaba salir a la luz todo lo que quería. Seguía el patrón que todo el mundo utiliza para intentar que las cosas funcionen bien. No dejaba fluir nada de lo que me pasaba, no me dejaba llevar.
Encoracé mi corazón y mi mente para que no fueran engañados de nuevo. Porque me aferré a la persona equivocada y luego tuve que sufrir las consecuencias, como todo el mundo. Me cegué, sin pensarlo, porque quería ver lo que veían sus ojos, tocar lo que tocaban sus manos. Quería ser la unidad, un pack indivisible. Me equivoqué y de los errores se aprende, dice la voz de la experiencia.
Y ahora sigo igual, pero cansada. Exhausta de tanta pausa y tanto stop. Me he estancado en el tiempo. Por no volverme a equivocar, no he hecho nada. Tengo todas las malditas teorías grabadas en el cerebro, como si fueran las reglas de un juego, y las prácticas no existen porque nunca me atreví a jugar después de aquello. Un juego, jáh! Es la vida y no me atrevo a vivirla. Tengo miedo a vivir, a sentir. Me he olvidado de decirme a mí misma que es sano equivocarse y que no por ello voy a disfrutar menos. Algún día pensaré en mandarme vivir, de momento sigo igual de miedosa, igual de cansada.